jueves, 15 de septiembre de 2011

Historias

No me cansaba de mirarla. Estaba sentada a mi lado, abrazándose las rodillas. Su piel era más luminosa que la luna, y sus ojos, más enorme que el cielo, más profundos que el agua, más oscuros que la noche.


Poco a poco reparé en que llevaba largo rato mirándola fijamente sin hablar. Absorto en mis pensamientos, perdido en su contemplación. Pero ella no parecía ofendida ni extrañada. Era como si estudiase las líneas de mi cara, como si esperase algo. Quería cogerle una mano. Quería acariciarle la mejilla con la yema de los dedos. Quería decirle que era la primera mujer hermosa que veía desde hacía años. Que verla bostezar tapándose la boca con el dorso de la mano bastaba para que se me cortada la respiración. Que a veces no captaba el sentido de sus palabras porque me perdía en las dulces ondulaciones de su voz. Quería decirle que si ella estuviera conmigo, nunca volvería a pasarme nada malo.

Estuve a punto de pedírselo. Notaba la pregunta burbujeando en mi pecho. Recuerdo que tomé aliento, y que en el último momento, vacilé. ¿Qué podía decir? ¿Ven conmigo? ¿Quédate conmigo? ¿Escapémonos juntos? No. Un repentina certeza se tensó en mi pecho como un frío puño. ¿Qué podía pedirle? ¿Qué podía ofrecerle? Nada. Cualquier cosa que dijera parecería estúpida, una fantasía infantil.

Cerré la boca y miré más allá del agua. Ella, a sólo unos centímetros de mí, hizo lo mismo. Notaba su calor. Olía a polvo del camino, a miel, y a ese olor que hay en la atmósfera segundos antes de un aguacero de verano. No dijimos nada. Cerré los ojos. Su proximidad era lo más dulce e intenso que yo había sentido jamás.

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