viernes, 2 de diciembre de 2011

Un reflejo

Gonzalo se prestaba a lavarse la cara antes de dormir. Llegaba a casa cansado y decepcionado. Se erguía delante del espejo, buscando alguna mínima expresión. Su cara estaba pálida por una pequeña bajada de azúcar a causa del alcohol, sus facciones denotaban cansancio. La frente arrugada marcaba las venas por el lateral de su rostro, a causa de la irritación. Sudaba entero, sentía un calor muy fuerte dentro de él. El alma le ardía por dentro.

Su cara no denotaba inexpresión, ni mucho menos. Una mezcla de muecas y gestos se sucedían en él y en su interior. Le bullía la cabeza y el corazón. No encontraba la razón por la que se volvió tan irascible con Silvia. Los latidos del corazón eran agitados, sin ser agresivos; pero Gonzalo era consciente de que había errado esa noche. Llenó el lavabo delante del espejo. El agua estaba templada, se notaba el pequeño vapor del agua impregnandose en el espejo, conformando una capa de vaho que empeza a dificultarle ver su rostro. La incomodidad del momento hacía el resto. Gonzalo no quería ni imaginaba hacer llorar a Silvia aquella noche, pero cada palabra acerca de Óscar le hervía la sangre. Si quería podía derretir el hielo en un instante con sólo tocarlo. Pero Silvia marchó a su casa llorando, lastimada por sus palabras hirientes, algo que jamás se perdonaría. "Nunca entendí que viste en el idiota de Óscar. Yo te he querido siempre. ¿Por qué lo ignoraste? ¿Por qué nunca me diste una oportunidad?"

"No me creo que nunca vieras que te amaba. Te dí todo. Hice todo lo que creía que debía hacer para conseguir que te fijases en mí. Llevo contigo desde los 3 años, ¿no te das cuenta que para mí no eres una más? ¿Por qué me ignoraste?" , mascullaba interiormente Gonzalo. Sus pensamientos se hacían más agudos y más punzantes. Se quitó la ropa, y comprobó su pequeña cicatriz del torso y de la rodilla. Un ritual eterno cada noche desde la operación de rodilla. Se inclinó sobre el lavabo lleno de agua, e introdujo las manos lentamente para mojarse el rostro. El agua le salpicó, mojando su torso desnudo y el pantalón corto con el que solía dormir. El agua resbalaba lentamente por su rostro, recordándole el frío de la calle, en contraste con el agua que corría por su áspera piel. Se miró el reflejo en el agua ondulada, y comenzó a echarse el agua más brusco, más agitado. Quería gritar, pero no podía hacerlo. Pegó un tímido alarido, que se alargó por espacio prolongado de tiempo. Se arrepentía de todo lo que había dicho esa noche. Se miraba al espejo y apretaba los puños. Por su cabeza pasaban miles de ideas, muchos recuerdos de una larga amistad de adolescencia con Silvia, de los momentos que compartieron juntos jugando.

Se sentía arrepentido. No el arrepentiemiento de un calentón que pasa con el tiempo. Arrepentimiento genuino, de verdad. Las lágrimas empezaban a asomar por sus ojos, que se habían convertido en pequeñas terrazas preparadas para el escape masivo de lágrimas desenfrenadas. Lágrimas que duelen. Gonzalo no era de los que llora ni tiene lágrima fácil. Le costaba expresar sus sentimientos, le costaba mostrarse en público tal como era. Le ocultaba interiormente una coraza, que se blandía y deshacía cuando Silvia aparecía o estaba cerca. El mundo podía acabarse, Gonzalo giraba 180º y mostraba todo su fondo. Se veía una persona romántica, profunda, cariñosa. Cambiaba por completo. Sus lágrimas resumían que la noche fue todo lo contrario de lo que él pensaba. Silvia no le dijo no, pero le dolía ser un segundo plato ante la memoria de Óscar, después de todo lo que habían aguantado en los malos momentos a Silvia. "Soy imbécil, ¿por qué lo he hecho? ¿qué me ha pasado?", pensaba Gonzalo. Bruscamente se giró y golpeó con el puño cerrado la pared. En otro momento ese golpe le hubiera dolido, pero él no sentía más allá del dolor en su alma. Le daba igual la mano. Golpeó una y otra vez, hasta descargar mucha rabia y furia acumulada en los azulejos blancos del baño de su casa.

Paró de golpear, y se sentó en el suelo, apoyado en la pared. Se sentía hundido. Nunca reparó en la altura de las paredes del baño, pero le parecía que tenían 20 metros de altura. Las lágrimas caían sin parar por las mejillas del rostro de Gonzalo, que en un momento intentó enjugarse, pero era imposible parar la cascada y el llanto. Resultaba inconsolable y brutal. Él, que no recordaba apenas cuando fue la última vez que lloró, cuando aún era un niño pequeño, se veía tirado en el suelo. Llorando por una amiga de toda la vida, que nunca fue amiga. Que siempre fue algo más que las demás, un pasito por delante. Un aroma especial en su vida.

En ese momento en el que recordó la última sonrisa de Silvia. "No me gustaría volver a verla llorar, no me gustaría volver a hacer que se sienta mal" "No quiero que sufra por mi culpa". Gonzalo se levantó, dispuesto a tragarse su orgullo, sus palabras de antes. Limpió el vaho del espejo y vió que su cara había recuperado un tono más fuerte, más propio de su piel. Ya no lloraba, aunque tenía los ojos hinchados y rojos de las lágrimas que había derramado sentado en el suelo durante 20 minutos. Su madre apareció en ese momento por la puerta. No dijo nada, pero sabía que algo andaba mal en el interior de su hijo. Le abrazó y le dió un beso en la mejilla. Gonzalo, de pie, tuvo que agacharse para que su madre pudiera alcanzar a darle un beso tierno y cálido.

- No te preocupes mamá, se solucionará todo, no es nada importante. - dijo Gonzalo.
- Lo sé hijo -contestó la madre-. Pero te veo sufrir, y sé que es por Silvia, pero si quieres un consejo, acepta éste. Si te duele, es porque la quieres, asi que no te quedes aquí parado. Llorar no te va a cambiar nada. Ahora debes descansar y mañana será otro día mucho mejor -finalizó su madre, cerrando la puerta.

Gonzaló se paró. Mientras el lavabo se vaciaba y el vaho del espejo se deshacía, se paró un momento a pensar. Apagó la luz del baño, cogió el móvil y escribió un sms a Silvia.






P.D. - Gracias

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